Siempre se repite que toda encuesta es una mera fotografía del momento, el cual es, en esencia, cambiante y pasajero. Efímero. Y es verdad. Así como nadie se baña dos veces en el mismo río, la opinión pública captada en cierto momento puede variar en un abrir y cerrar de ojos. Por eso, nadie es igual a aquel que aparece en su fotografía.
La módica reflexión anterior, a propósito de la encuesta del Centro de Estudios Públicos, cuyos resultados se entregaron a mediados de la semana que termina. Observándolos, sólo cabe esperar que sea cierto lo que digo al inicio. Que esos datos sean nada más que la fotografía de un momento, un mal momento. Y que todo puede variar en las próximas semanas.
Quiero pensar que la pandemia, las prolongadas cuarentenas y el perverso virus que les trajo, nos hacen lucir como se advierte en la Encuesta señalada. No encuentro otra explicación al primer lugar de las preferencias ciudadanas en que se sitúa Pamela Jiles, y la ventaja que ostenta respecto del resto de los que intentan llegar a La Moneda. Paradigma del populismo y pese a carecer de respaldo partidario (el Humanista es un partido más bien simbólico), tampoco tiene grupos de asesores, equipos, programa y marco doctrinario. No obstante, la diputada concita el apoyo abundante de aquellos a quienes llama “sus nietitos” (y nadie objeta el sesgo maternalista y posesivo de esas débiles criaturas), a quienes no interesa esas carencias y valoran mucho más los 10% que la ex periodista de farándula les ha ido obsequiando con displicencia.
Sin embargo, la fotografía-encuesta que analizamos no acaba allí. Del estudio se desprenden otras cosas igual de sugerentes y preocupantes. Como, por ejemplo, que la sumatoria de confianzas populares en los 3 Poderes del Estado no alcanza el 30%. Que el Congreso logre apenas el 8% de confianza ciudadana, es tan elocuente como el 9% que obtiene el Gobierno. Y ambos datos son tan descriptivos de la crisis que nos asola, como el, apenas, 12% de confianza que los chilenos brindamos a los Tribunales de Justicia.
Entonces, ¿qué le pasa a una sociedad que desconfía tanto de sus representantes, de sus gobernantes y sus jueces? ¿Qué puede decirse de un país que confía casi nada en sus partidos políticos (2%), y cree más a las redes sociales (21%), que a las iglesias (17%)? ¿Qué se puede pensar de un pueblo que confía muchísimo más en las policías (PDI 53% y Carabineros 30%) que en el Ministerio Público (11%)?
Nuestro país fue un paradigma de solidez institucional y respeto a la ley. Un país que sorprendía a sus visitantes cuando veían textos legales a la venta en kioscos de revistas. Fuimos una sociedad orgullosa de su probidad, legalista a ultranza y respetuosa de las normas y de las instituciones que velaban su observancia. Hasta hoy. Porque hemos devenido en un pueblo descreído e irreverente, una sociedad cuyas turbas infaman monumentos e insultan autoridades, mientras enarbolan supuestos derechos.
Ignoro si al Lector le ocurre igual, pero así como mi edad impide que me reconozca en ciertas fotos, hoy siento que este Chile no es aquel en que crecí. No afirmo que todo lo pasado fue mejor, pero hay demasiado estropicio y decadencia en las calles y en las almas de quienes llaman a quemarlo todo. “Chile cambió” dicen algunos. Yo también lo creo. Sin embargo, nadie podría probar hasta hoy, que este cambio tiene un rumbo bueno. Las señales no lo demuestran. Las palabras y los gestos, tampoco. Los líderes, menos.
La fotografía de nuestro presente, me temo, no permite vislumbrar aquel futuro mejor con el que soñábamos ayer.