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Control preventivo de identidad y clasismo

Nuestro Código Procesal Penal en sus inicios estableció como facultad de las policías, sin permiso previo del fiscal de turno, requerir la identificación de una persona y, eventualmente, registrar sus pertenencias o el vehículo en el que viajaba, sólo si existían “indicios” de que participó en un delito. 

La idea era eliminar la antigua “detención por sospecha”, dejando en claro que los ciudadanos no teníamos que someternos a un procedimiento policial sin una razón(es) objetivas y comprobables. Hasta ahí todo claro. Si en ese control o registro, se recopilaban evidencias en su contra, procedía la detención. 

Las exigentes interpretaciones de la Exma. Corte Suprema que cautelaron el cumplimiento de lo señalado y que fueron recogidas por los Juzgados de Garantía, provocaron bulladas derrotas del Ministerio Público en tribunales. Lo anterior debido a que en algunos procedimientos, no se justificó por las policías su actuar en la existencia de “indicios”. Así terminaron con los imputados en libertad, ya que sus detenciones eran consideradas como ilegales. Los reclamos de la opinión pública no se hicieron esperar.

Ante este escenario ¿qué hacer? ¿Mejorar las actuaciones policiales? ¿Llegar con mejores procedimientos al tribunal? No, como tantas veces, modificar la ley y, junto con ya no requerir “indicios”, sino sólo un “indicio”, para el antiguo control de identidad, nace -en 2016- el control preventivo de identidad, inserto en una ley de “Agenda Corta Antidelincuencia”,

Allí se faculta a las policías a requerir la identificación de cualquier ciudadano en la vía pública o en lugares cerrados de libre acceso, donde, cuando sea y con quien esté, con la excusa, de la “posibilidad” que tenga una orden de detención pendiente, sin que esta persona cause motivo para este procedimiento, porque sólo se realiza debido a esta “sospecha”. Claro está que tiene algunos límites, porque no se pueden registrar las vestimentas o vehículo del controlado; y si no porta identificación solo se lo puede retener por un tiempo determinado o hasta que su identidad se conozca, lo que pase primero. 

¿Dónde está el problema? Más allá que sea una norma creada con urgencia y reactiva -como ya hemos explicado- que limita los derechos y garantías de personas comunes que no se encuentran vinculados a algún delito, lo que desde ya es cuestionable, el problema surge ante la inexistencia de criterios objetivos para controlar.

Y como es de suponerse, en un país con un “clasismo endémico”, son siempre los mismos quienes soportan el rigor. En un país que diferencia a sus ciudadanos, por las consonantes en su apellido, el colegio en que estudiaron, la ropa que viste o el sector donde vive. Un país que, a modo de ejemplo, clasifica a los hombres jóvenes entre “zorrones” o “tujas”; y a los más viejos entre “cuicos” o “flaites”.  Además de esta puerta abierta a la arbitrariedad, estos controles -en su inmensa mayoría- no están sujetos al escrutinio judicial, ya que por su propia naturaleza, sólo son relevantes cuando la persona consultada tenía una orden de detención pendiente.

Dicho todo lo anterior, esta institución creada por el legislador que, en la actualidad, constituye más de un 80% de  los controles de detención, en la forma en que está diseñada y aplicada ha resucitado la antigua detención  “por sospecha”. Pero no una objetiva, como corresponde a un país democrático, sino subjetiva, basada en criterios que no quisiéramos seguir observando. 

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